En el fútbol base, hay cosas que asumimos como normales… y no lo son. Una de ellas es pensar que, porque un niño juega mejor, corre más o marca más goles, tiene también más derecho a quejarse, a criticar o a juzgar a sus compañeros.
Es como si la habilidad otorgara autoridad moral. Y no. No funciona así. Ni en el fútbol ni en la vida.
En un equipo todos son jugadores. Punto. Ninguno es entrenador, ninguno está por encima. Y aunque a veces parezca que los más hábiles se permiten opinar de todo y sobre todos, eso no les da más razón. Porque el que menos destaca, probablemente lo esté intentando igual o incluso más. Solo que sus circunstancias, su madurez o sus motivaciones son distintas.
Y ahí está la clave: las motivaciones. Cada niño entrena y compite por algo distinto. Unos porque sueñan con ser futbolistas, otros porque quieren pasarlo bien, otros porque es la forma de tener amigos, y otros porque sus padres les apuntaron. No todos van al campo con el mismo chip… pero todos merecen el mismo respeto.
Ahora bien, si en un equipo hay diferencias muy grandes entre motivaciones, el problema no es del niño que se lo toma con más calma ni del que va a mil por hora. Es del club, que ha formado un grupo sin tener en cuenta esas diferencias. Pero esto no es un club de élite. Y por eso asumimos con naturalidad que haya grupos heterogéneos. Porque creemos que el aprendizaje también pasa por ahí: por convivir con quien es distinto, por entender que no todo el mundo vive el fútbol igual.
A veces, incluso, son los propios padres los que alimentan esta lógica injusta: “Mi hijo merece más porque marca más”. ¿De verdad? ¿Y si el año que viene marca menos? ¿Merecerá menos derechos?
Ojalá entendamos que todos los niños cambian. Que nadie sabe qué pasará dentro de un año. Y que ningún rendimiento justifica sentirse superior. Si no, convertimos el fútbol en una jungla donde solo manda el más fuerte.
Y eso, sinceramente, no es lo que queremos en Les Fonts.
Porque en Les Fonts jugamos para crecer, no para competir entre nosotros.

